Hay muchos que se merecen un verdadero reconocimiento por su fidelidad de años en el servicio que dan en su iglesia. Otros merecen una reverencia por sus excelentes sermones. No se quedan atrás aquellos que hacen esa noble obra de amor al visitar los enfermos en los hospitales o los reos en las cárceles. Y aunque todo eso es loable y merecen ser reconocidos, hay una carga en mí que me hace escribir hoy para todos ustedes una palabra de exhortación. La hago con humildad, amor y respeto.
Es cierto que muchos de ustedes hacen una labor muy valiosa en la obra de Dios, que son entregados y que ni las tormentas y terremotos son capaces de detenerlos porque están determinados a servir. Y eso es bueno, pero a la vez malo.
Es malo porque a veces por estar tan ocupados queriendo ganar el mundo para Cristo nos olvidamos de nuestros padres, hijos y hermanos en casa.
No esperemos que un día, cuando agonizando y en el lecho de muerte, nuestra madre nos extienda la mano y nos diga: "Hijo, fuiste tantas veces a los hospitales a orar por los enfermos y a mi me dejaste en casa esperándote..."
A lo mejor un día encontremos a uno de nuestros hermanos tirado en la calle, preso de los vicios y al borde de la muerte, y con voz aflautada y moribunda nos diga: "Estuviste tan ocupado con los jóvenes de la iglesia que te olvidaste de enseñarme el camino a mí... y ahora mírame, pero mírame a los ojos y descubre por fin que estoy muriendo..."
Quizá un día tu hijo te diga: "papá o mamá, estuviste siempre en la iglesia y a mi me dejaste solo en casa, tomastes a muchos y fuistes un padre espiritual para ellos, pero yo siempre te esperé en casa y cuando llegabas estabas tan cansado que nunca me escuchaste, nunca me aconsajaste, nunca me pastoreaste y ahora muero sin Cristo y sin esperanza...".
¿Quieren ganar el mundo? Empiecen con su casa. De lo contrario habrán ganado el mundo pero habrán perdido sus seres queridos.
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